El voto de los electores el próximo domingo va a tener un marcado carácter “contra algo”: contra el desempleo, contra la impotencia de la política, contra la parálisis de Europa, contra el desmantelamiento del Estado de bienestar, contra ajustes padecidos como injustos, contra la corrupción –aunque este tema apenas ha aparecido en campaña, por motivos explicables, pero que no dejan de sorprender-, contra la crisis, en definitiva. El momento deja poco margen para la construcción de discursos en los que se articule una propuesta programática en positivo, lo cual es algo que no se resuelve sin más dando la vuelta a lo que se dice en negativo. Ello es sintomático de la crisis de la política a la que nos está arrastrando la locura económica.
Creo, sin embargo, que la fuerte presión con que la dinámica de los mercados está erosionando a las instituciones democráticas es tan grave que nos obliga a ir más allá en las intenciones de rechazo y búsqueda que puede albergar el voto ciudadano, sea al partido que sea, incluso siendo en blanco. El estado de ánimo de la ciudadanía que está convocada a las urnas se puede describir en términos de perplejidad ante la contradictoria realidad que nos rodea, de desconcierto ante respuestas políticas insuficientes y de temor ante una creciente incertidumbre que puede acabar en un paralizante miedo al futuro. Con tales ingredientes en el ánimo social, no es exagerado decir que la democracia puede verse seriamente dañada, profundamente herida en su núcleo moral, el que se sitúa en la dignidad de unos ciudadanos que se ven no sólo menoscabados en derechos, sino humillados en su condición. En una palabra, estaríamos ante una “desmoralización” de la democracia de consecuencias previsiblemente alarmantes.
Recogiendo, pues, un diagnóstico que en diferentes contextos y horas históricas ya hicieron tanto Ortega como más tarde Aranguren, es pertinente plantear, frente a esa depresión de nuestro colectivo tono moral, así como frente a la desvalorización de los valores (morales) de la democracia que el economicismo y la tecnocracia en alza pueden inducir, la necesidad de que nuestro voto tenga en cualquier caso el carácter de un voto contra la desmoralización. Cuando, además, en nuestra cultura postheroica ningún candidato, a pesar de titánicos esfuerzos –y pienso singularmente en Rubalcaba, candidato socialista-, puede cargar por sí solo con esa tarea aun en situación que bordea lo trágico, razón de más para que los ciudadanos asumamos al votar el compromiso moral que la democracia exige. Ahora es eso lo más importante, dicho sea sin merma de la relevancia de lo que de inmediato se dilucida: quién gana o pierde en la contienda electoral –cuestión, por lo demás, que parece presentar pocas incógnitas, salvo matices nada desdeñables-.
Creo, sin embargo, que la fuerte presión con que la dinámica de los mercados está erosionando a las instituciones democráticas es tan grave que nos obliga a ir más allá en las intenciones de rechazo y búsqueda que puede albergar el voto ciudadano, sea al partido que sea, incluso siendo en blanco. El estado de ánimo de la ciudadanía que está convocada a las urnas se puede describir en términos de perplejidad ante la contradictoria realidad que nos rodea, de desconcierto ante respuestas políticas insuficientes y de temor ante una creciente incertidumbre que puede acabar en un paralizante miedo al futuro. Con tales ingredientes en el ánimo social, no es exagerado decir que la democracia puede verse seriamente dañada, profundamente herida en su núcleo moral, el que se sitúa en la dignidad de unos ciudadanos que se ven no sólo menoscabados en derechos, sino humillados en su condición. En una palabra, estaríamos ante una “desmoralización” de la democracia de consecuencias previsiblemente alarmantes.
Recogiendo, pues, un diagnóstico que en diferentes contextos y horas históricas ya hicieron tanto Ortega como más tarde Aranguren, es pertinente plantear, frente a esa depresión de nuestro colectivo tono moral, así como frente a la desvalorización de los valores (morales) de la democracia que el economicismo y la tecnocracia en alza pueden inducir, la necesidad de que nuestro voto tenga en cualquier caso el carácter de un voto contra la desmoralización. Cuando, además, en nuestra cultura postheroica ningún candidato, a pesar de titánicos esfuerzos –y pienso singularmente en Rubalcaba, candidato socialista-, puede cargar por sí solo con esa tarea aun en situación que bordea lo trágico, razón de más para que los ciudadanos asumamos al votar el compromiso moral que la democracia exige. Ahora es eso lo más importante, dicho sea sin merma de la relevancia de lo que de inmediato se dilucida: quién gana o pierde en la contienda electoral –cuestión, por lo demás, que parece presentar pocas incógnitas, salvo matices nada desdeñables-.
José Antonio Pérez Tapias
(Publicado en el diario Granada Hoy el 17 de noviembre de 2011)
(Publicado en el diario Granada Hoy el 17 de noviembre de 2011)
No hay comentarios:
Publicar un comentario