La laicidad del Estado supone una doble obligación. Para la Iglesia, de respeto a las cuestiones políticas, y para el Estado, de respeto a la conciencia individual de las personas. Desde ese respeto, los representantes de la Iglesia no pueden hacer proselitismo a favor o en contra de determinados partidos políticos, tal y como ha venido sucediendo, ni de igual forma los partidos deben utilizar símbolos o mensajes religiosos en su propaganda ni intervenir en cuestiones religiosas. Ese principio de separación es lo que da origen al Estado laico. Por eso, cuando ciertos sectores de la jerarquía eclesiástica se pronuncian sobre la política, no lo hacen en cumplimiento de la libertad de expresión, sino porque tratan de utilizar su estatus para pretender imponer a la sociedad su modelo de familia, de educación y de moral, propios del papel espiritual que les toca jugar. Quizás desde esa misma moral, la Iglesia debería preocuparse de las cada vez más profundas desigualdades sociales, del paro, de la corrupción, del maltrato a la mujer, de la injusticia social, etcétera. Contra esto, escasas son las voces que se dejan oír. Fiel a su costumbre, lo que la Iglesia pretende es abrirse un espacio en el nuevo poder político que hemos alumbrado, de ahí que el propio cardenal Rouco Varela le haya prometido a su paisano Mariano Rajoy «apoyo espiritual» en sus oraciones. Eso lo explica todo.
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