Cuando el fuego alcanza veinte metros de altura y tiene un frente de más de veinte kilómetros, que nadie piense en apagarlo, en enviar hombres a arriesgar su vida. Ni los aviones más sofisticados y potentes, ni los satélites más minuciosos, ni el pueblo salva al pueblo, sólo el fuego decidirá cuando termina su función cuando así lo predispongan los vientos, el sol y la lluvia. Se habla durante estos días aciagos de la falta de medios, que no hay suficientes aviones, helicópteros, máquinas pesadas para desmontar, que no llega la UME, hombres mal pagados que están en todos los frentes, que se entregan sin mesura para ayudar a los demás, pero no es ese el problema, el fuego del cambio climático que ya sufrimos lleva su propia dinámica, no se rige por leyes conocidas por experiencias anteriores, genera su propio desenvolvimiento y alcanza dimensiones imposibles de manejar por los hombres y sus aparatos. No tengo datos ni conocimientos suficientes, pero seguramente habrá quien lo haya estudiado con precisión: ¿Qué cantidad de agua de un hidroavión cargado con cinco mil litros llega al suelo del incendio? ¿Cuánta se evapora antes siquiera de tocar las copas de los árboles más altos? No lo sé, pero sospecho que son muy pocas las gotas que llegan al núcleo del fuego, que ese esfuerzo ímprobo apenas sirve para sofocar unos cuantos metros o para refrescar superficie ya arrasada. Lo mismo sucede con los hombres que se juegan la vida intentando espantar al enemigo con mangueras o a base de palazos, no son instrumentos válidos para combatir en este desigual y monstruoso combate.
Las Comunidades Autónomas, siento decirlo, han demostrado una vez más su incompetencia para la gestión de los bosques del país
Como tantos españoles, siento una enorme tristeza al contemplar lo que está sucediendo en el noroeste del país, tanta como la que sentí hace tres décadas cuando ardió uno de los parajes más hermosos de la provincia de Murcia, la Sierra del Cerezo, en el que entonces fue catalogado como mayor incendio de Europa con más de treinta mil hectáreas calcinadas. Aquello fue espantoso, el fuego se veía desde mi pueblo a más de veinte kilómetros, el calor no bajaba de treinta y cinco grados, el aire apenas se podía respirar y un resplandor escalofriante salía de aquella sierra como si del infierno se tratase. Se habló mucho entonces de los medios, de la tardanza en llegar de cisternas, aviones, personas, pero cuando llegaron por cientos el fuego continúo con su itinerario como si no hubiese llegado nadie hasta que un día el aire cambió y volvió sobre lo quemado dejando tras de sí miles y miles de hectáreas de destrucción y llanto. Se había avanzado en el conocimiento del cuidado de los montes y se decidió no aterrazar lo quemado para replantar, esa técnica del franquismo que tanto daño causó, optando por la regeneración que provocaría las semillas distribuidas por toda la superficie calcinada. Así fue y después de dos años de lluvias salieron pimpollos, pinos alevines y arbustos de todas clases. Sin embargo, el tiempo había comenzado a cambiar, tampoco llovía como otras veces y apareció la sequía. No es que lloviera poco durante un tiempo, es que en los años siguientes no llovió absolutamente nada y todo lo que había crecido por acción de la naturaleza fue desapareciendo o esclerotizándose dejando un paisaje que nunca se parecerá al que fue, un paisaje degradado con el que intentamos conformarnos quienes una vez lo vimos esplendoroso.
Oigo a las víctimas del siniestro hablar. Muchas lo han perdido todo, casa, medios de subsistencia, belleza, pero, aunque su daño directo sea el mayor y el que debe repararse con la mayor celeridad, todos hemos perdido algo irrecuperable al recordar las Médulas, Sanabria, el Cubo de Benavente, los bosques de Orense y León, las tierras de lobo y el oso, uno de los paisajes más bellos del continente. Volver a casa en negro, sin más color que el negro y su amigo el gris, como un nuevo Guernica, tan aterrador y aciago como aquel. Lo he imaginado muchas veces al contemplar los bosques que rodean mi pueblo, si un día ardieran, ¿sería capaz de regresar, se subsistir contemplando el negro perpetuo? No creo, la vida continuaría, pero ya nada sería lo mismo, obligado, ahora sí, a mirar para otro lado para salvar la existencia.
El país, en medio de un cambio climático espantoso que todavía niegan los desalmados, no puede estar cubierto de gasolina esperando una cerilla
Contemplo las tierras abandonadas, la agricultura intensiva que diezma aguas superficiales y subálveas, que contamina todo lo que toca, hace inviable la tradicional, el pequeño cultivo, lo mismo que la ganadería industrial, de granja, no permite la rentabilidad de la extensiva, que en otros tiempos era la encargada de limpiar montes, rastrojos y barbechos. No hay nadie en el monte, no hay nadie en los campos, pero tampoco nadie en las vegas donde antes se cultivaba para la subsistencia, es más barato o menos trabajoso, comprar en una gran superficie un tomate industrial con sabor a nabo o un trozo de carne de un animal que no ha llegado a cumplir el año. El campo abandonado, con temperaturas que nunca antes habíamos visto es una bomba tan destructiva con la peor de las bombas porque hoy, por desgracia, la posibilidad de regeneración del bosque, como decíamos antes, es muy limitada si no se hace con la colaboración científica y adecuada de la mano y los medios humanos.
Empero, no todo está perdido si se pone la voluntad en ello. Las Comunidades Autónomas, siento decirlo, han demostrado una vez más su incompetencia para la gestión de los bosques del país. Llevamos años oyendo decir a los técnicos que los incendios se apagan en invierno, que es muchísimo más costoso intentar apagar un incendio que limpiar montes y campos antes de que llegue el calor destructor, ese nuevo enemigo que amenaza no sólo nuestros bosques, sino también el turismo y la economía nacional. No se trata de quitar las competencias a quienes han demostrado incompetencia, pero sí de llegar a un acuerdo para elaborar una ley marco que obligue a los responsables a tener limpios tanto montes como tierras de cultivo abandonadas, barbechos y rastrojeras. El país, en medio de un cambio climático espantoso que todavía niegan los desalmados, no puede estar cubierto de gasolina esperando una cerilla, el descuido de un agricultor o la chisma de un motor de explosión, el país tiene que estar limpio, ha de estarlo si queremos conservar y recuperar lo perdido. La otra opción está muy clara, sólo hay que mirar a Argelia, Libia o Marruecos, sólo hay que mirar algunas de nuestras tierras del sur, donde el fuego ha reducido la superficie boscosa a la mínima expresión.
No sé si es la primera urgencia nacional en un país donde la mayoría de los jóvenes no pueden acceder a una vivienda y donde acudir al médico de familia es tarea casi imposible, pero desde luego sí mucho más importante y urgente que la OTAN o el gasto en fuegos artificiales.
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