EL CEREBRO OPTIMISTA Y EL CEREBRO PESIMISTA
Leyendo a David Waldman recuerdo lo importante que es recordar que no todos percibimos la vida de la misma manera, algunos cerebros tienden al optimismo y otros al pesimismo. Y no es un detalle menor.
El cerebro optimista, alimentado por la dopamina, encuentra motivos para avanzar incluso en medio de la tormenta. Se atreve, confía y crea. Esa chispa es la que enciende equipos y abre caminos.
El cerebro pesimista, en cambio, funciona con la amígdala más activa y el cortisol siempre vigilante. Ve peligros antes de que aparezcan, detecta fisuras y frena pasos en falso. Puede sonar incómodo, pero también es necesario.
La clave no es elegir uno u otro, sino aprender a integrar ambos. El optimismo como motor, el pesimismo como brújula. El primero para inspirar, el segundo para afinar la estrategia.
Como líderes, cuando sabemos equilibrar estos dos enfoques en nosotros y en nuestros equipos, convertimos la incertidumbre en una oportunidad de crecimiento. Un optimista sin pesimistas a su lado se arriesga demasiado. Un pesimista sin optimistas cerca se paraliza. Juntos, alcanzan el punto de realismo esperanzador que necesitamos.
La buena noticia es que el cerebro se entrena. Practicar la gratitud, visualizar futuros posibles y rodearse de diversidad de pensamiento fortalece ese equilibrio. Porque al final, liderar no es elegir entre la luz o la sombra, sino saber usarlas ambas para alumbrar el camino.
La próxima vez que tengas una decisión importante, escucha primero a tu parte optimista y luego deja que la parte pesimista haga las preguntas incómodas. Solo después de ambas voces toma la decisión.
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