viernes, 11 de marzo de 2011

El increible caso de la ciudad menguante


Hace poco se hicieron públicas las cifras del censo de población, que una vez más reflejan un descenso en el número de habitantes de la ciudad de Cádiz. Como suele ocurrir, de nuevo ha saltado la alarma sobre el negro porvenir de este Gades trimilenario. Pero, dejando a un lado los lamentos debidos a la inercia de la costumbre, podemos reflexionar sobre las causas de esta tendencia y valorar si existen tantas razones para tocar a rebato.
Nos consta que los pobladores que se han ido de Cádiz no han sido abducidos por extraterrestres, ni han emigrado a Melbourne. En su mayoría, viven en el entorno de la Bahía, por diversas razones, pero, sobre todo, porque la vivienda es extraordinariamente más barata que en la capital. Esto no parece un hecho único o nuevo. Es probable que la Bahía de Cádiz acabe siendo, más pronto que tarde, una única ciudad en sentido jurídico (de hecho ya viene siéndolo en muchos aspectos) y, por consiguiente, el trasvase de población puede entenderse, de cara al futuro, más como cambios de barrio que de municipio.
De otro lado, que un municipio pierda habitantes en términos absolutos no es en sí mismo un problema. Imaginemos que 'adoptáramos' a cincuenta mil subsaharianos para volver a las cifras de población de los setenta. ¿Acaso eliminaríamos con ello nuestros problemas? Lo que debe darse en un municipio, en términos censales, es un adecuado equilibrio entre su población, los servicios que ésta recibe y la manera de financiarlos. Para Cádiz el problema sería que cincuenta mil gaditanos censados en otras poblaciones hicieran uso de servicios públicos de la capital. Y no parece que ese el caso.
En las actuales circunstancias, es posible la pérdida de habitantes no tenga remedio, por razones sociales, culturales, demográficas, económicas y urbanísticas. Respecto a los parámetros 'setenteros', ni las familias son ya tan grandes como la de 'Cuéntame', ni los edificios pueden construirse tan altos como antes ¿cómo queremos que Cádiz no pierda habitantes? También la concepción en el uso del espacio ha cambiado. Antes, las familias ocupaban por regla general menos superficie; ahora quizás existan en Cádiz el mismo número de 'unidades familiares', pero mientras que en los sesenta ello implicaba seis o siete personas por cada núcleo, hoy suelen ser tres, cuatro, dos e incluso un solo individuo.
Por otra parte, cada vez que se tira un edificio para construir otro nuevo, suele producirse una considerable merma de la capacidad habitacional del espacio. Si antes se elevaban sobre ese terreno, pongamos por ejemplo, cincuenta viviendas, el nuevo edificio podrá albergar, posiblemente, la mitad o menos. Si se quiere paliar la pérdida de población, ¿no habría que reconsiderar las rígidas restricciones actuales a la edificación en altura? En la óptica del ciudadano profano en el proceloso mundo del nuevo urbanismo, parecen fundadas las razones de protección del paisaje litoral y urbano que limitan severamente la altura de los edificios en el casco histórico o cerca de la costa. Sin embargo, la facilidad de comprensión de este tipo de prohibiciones se disipa cuando se extienden a otras partes de la ciudad. Uno se pregunta por qué no van poder construirse muchos edificios de veinte o treinta plantas en la Avenida Juan Carlos I, por ejemplo. Conozco muchas ciudades del mundo con edificios mucho más altos y no parece que ello constituya un problema insalvable. Antes bien, en muchos casos la edificación en altura conlleva beneficios evidentes (contribuye a abaratar el precio de las viviendas y reduce la necesidad de transporte interurbano). Quizás en el exiguo espacio de nuestra isla no quepamos, holgadamente, más que los que somos ahora, o incluso menos, conforme al canon de calidad de vida considerado en la actualidad. A los expertos corresponde determinarlo. Pero no sirve de nada 'llorar' porque cada vez somos menos, si lo que pasa es que no cabemos. Y si, por el contrario, tales expertos dictaminaran que sí podríamos caber más, respetando las condiciones adecuadas, en tal caso el planeamiento urbanístico ha de afrontar con audacia y visión de futuro la manera de hacerlo posible.
En cualquier caso, no parece que por ser menos sus habitantes, vaya a hundirse en el Atlántico este pedrusco nuestro. No es que no se vean nubarrones en el horizonte; existen, y muchos, pero no están ligados al número absoluto de habitantes de nuestra islita, sino a las carencias estructurales y funcionales que en ella padecemos, que convierten en problemáticos los naturales y previsibles desplazamientos de población de un lugar a otro, principalmente por falta de un transporte público adecuado y pobreza de recursos del planeamiento urbanístico.
La lacra del transporte público en Cádiz es mucho más hiriente por ser una ciudad de estructura lineal, donde no son precisas grandes inversiones para prestar ese servicio. Y no es posible articular la ciudad, y a ésta con su entorno, sin un buen funcionamiento de este servicio público esencial. En cuanto al planeamiento, que por sí solo requeriría un comentario específico, no parece que en los últimos años haya cumplido la labor de diseño y previsión que el crecimiento urbano precisa.
De todos modos, asumamos también el tanto de culpa que los gaditanos y nuestros vecinos tenemos. Mientras los habitantes de la Bahía de Cádiz sigamos pensando en términos aldeanos, con ese chauvismo a ultranza que mira por encima del hombro a los residentes de unos kilómetros más, en lugar de pensar en que, de hecho, vivimos en una ciudad continua, que va desde la isla de Sancti-Petri a Fuentebravía, e incluso hasta Rota, y de la Sierra de San Cristóbal hasta la Caleta, seguiremos siendo tratados como ciudadanos de segunda por nuestros gobernantes, estén en Madrid o en Sevilla. Lo grave no es que Cádiz tenga 130.000 habitantes en lugar de 150.000, sino que éstos sigan estando conectados al resto de la península por medios de comunicación propios del siglo XIX.

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