Con frecuencia, cuando atravesamos por heridas emocionales, escuchamos frases como “el tiempo lo cura todo”. Sin embargo, hay experiencias que, aunque pase el tiempo, siguen doliendo y nos siguen removiendo sentimientos negativos, como la rabia o el resentimiento.
El perdón, aunque desafiante, puede convertirse en una vía de sanación. Perdonar no significa olvidar ni justificar, sino liberarse del peso que dejan las ofensas, los errores y los conflictos. Y cuando ese perdón se extiende hacia uno mismo, hacia otros o, incluso, entre comunidades, puede abrir la puerta a una forma de bienestar más duradera y auténtica que la que podría traer solo el paso de los días.
El perdón es una palabra poderosa, pero también malentendida. Muchas personas lo confunden con justificar lo injustificable, con reconciliarse a toda costa o con resignarse ante el daño recibido. Nada más lejos de la realidad. Perdonar no significa excusar al otro, ni volver a vincularse necesariamente con quien hizo daño, ni minimizar lo ocurrido. Tampoco es un signo de debilidad, sino un acto consciente y valiente que logra liberarnos de la carga del rencor. Es un regalo que tenemos con nosotros mismos y con el otro.
Los tipos de perdón
¿Alguna vez ha sentido la necesidad de soltar el rencor que acumula hacia alguien que le hizo daño? Perdonar a otros es precisamente eso: la decisión consciente de dejar marchar el resentimiento, el juicio negativo y la indiferencia hacia la persona que nos hirió. En su lugar, elegimos cultivar sentimientos como la compasión, la generosidad e incluso el amor, aunque la otra persona no los merezca.
Como lo definió Robert Enright, uno de los grandes expertos en el estudio del perdón, es un acto de voluntad que, aunque se dirige al otro, nos beneficia a nosotros mismos.
A veces, sin embargo, somos nuestros peores jueces. El perdón a uno mismo es un acto de bondad y autocuidado fundamental. Implica abandonar el resentimiento y cualquier respuesta negativa hacia nosotros mismos por errores o acciones pasadas. Es elegir tratarnos con la misma compasión, valía incondicional, generosidad y amor moral que le daríamos a un ser querido. Es reconocer nuestra humanidad y la capacidad de aprender y crecer.
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